Grandes y chicos han jugado con mi nombre. Tu mismo habrás intervenido, sin duda, en el juego, y más con despectiva intención que con reconocido aprecio. Como aro infantil se me ha tratado para rodar por todos los caminos de la tierra, y, cualquiera que lo haya empujado, no ha sabido dar el impulso verdadero. Mas no estoy quejosa: a todas partes llegué.
Ahora júzgame por estos trazos que con orgullo te presento:
Soy alta y fuerte; por eso puedo tocar un cielo puro donde el sol brilla intenso. A veces formo nubes que lo tapan: es que a causa del trajinar de mis labradores ha ascendido alguna partícula de polvo y he de limpiarlo.
Mis montanas son grises, casi blancas en su mayoría. Cuando el sol las ilumina por la manana, las dora y las entibia, pero nunca llega a caldearlas; así las suben mis pastores sin esfuerzo. Dónde únicamente agobia el sol es en los valles y en los montes que han crecido poco, pero nunca es por mucho tiempo: el aire, que siempre quiere frescor, empieza a moverse y alivia a mis moradores.
Mis vegas se abren entre abruptas rocas, no se pierden en incansables laderas; por eso tienen lo suave, uniformemente plano, y lo recio cortante. Abre su costra la azada en lo húmedo y verde, y el arado en lo seco y gris. Adornan sus ondulosos ríos el sauce y la salguera, y sus ribazos el espino del gavanzo.
Son angostos mis valles, de laderas escarpadas y pequeno cielo. Sus fondos ubérrimos no pierden el verde intenso del césped granado mas que cuando la guadana lo troncha o la nieve lo tapa. Sólo el otono temprano los pone pálidos. Guarnece sus inquietos arroyos el esbelto chopo. En las partes altas de las laderas oscuras crece el roble impasible, el retorcido piorno y el melifluo brezo.
En vegas y valles se asentó mi pueblo; por llanos y laderas moran y a los agrios picachos suben; por eso son robustos y ligeros mis habitantes. De pensar reposado y de maneras tranquilas, parecen llegar tarde a todas partes, pero ni a sus ganados los diezma el lobo o la peste ni a sus cosechas el gusano de la mala hierba. Y la muerte tarda en alcanzarlos.
Estámpas de Babia, Guzman Álvarez 1981